Los Versos Satánicos

A Sara Gordon.

A causa de eventos relacionados a la vida eterna, escombré entre una pila de cajas de libros en búsqueda de un par para regalarles un mejor futuro y destino que un cartón con fuerte olor a humedad. Escogí dos, entre ellos la obra más famosa del escritor Salman Rushdie: Los Versos Satánicos. Se me esponjó el corazón de solo mirarlo (portada azul, ilustración de Rustam mata al Demonio blanco, media tonelada de peso, editorial Plaza & Janés), porque simbolizó un antes y un después en una cada vez más brumosa y remota juventud. Porque existen libros que son memoria y que son caída.

Me emocionó tanto retomar su lectura, que compartí el hallazgo con mi hijo menor, quien actualmente se encuentra viviendo con su padre. Hablamos aproximadamente dos horas y le leí un fragmento del primer capítulo: Oh, entonces de ahí sacaste la idea de que quieres morir en un avión, explotando entre las nubes. Replicó, completamente fascinado. Le contesté que no lo había relacionado de esa manera, pero que le prometía volver de España entera, que -esta vez- no explotaría como los desventurados pasajeros de vuelo AI-420 de Air India.

Si el mundo decide dejar de comportarse como un lugar hostil, en una semana estaré cruzando el Atlántico one more time para desarrollar actividades académicas, literarias, pero, sobre todo, a juntar las piezas del puzzle que arma de forma exacta la expectativa que tengo de perfecta realidad. El COVID-19 nos ha arrebatado algo a todos a estas alturas de la fatalidad. Un familiar cercano, uno lejano, un amigo, un vecino, nuestro vendedor de jugos de naranja favorito; o quizás, una lágrima traicionera que derramamos después de leer una historia de pérdida atroz. A mí, además de lo anterior, me arrebató planes de vida y viajes. Las prohibiciones de entrada a extranjeros al país ibérico lo han complicado todo aún más. Si realizar un trámite burocrático en este país ha representado un círculo infernal del purgatorio, multiplíquenlo por años perro gracias al nuevo bicho de moda, de promoción. El/La/Him/They (o como usted guste llamar, querido lector) COVID-19 ha despedazado todo, desde familias enteras, hasta el más íntimo sueño de fuga.

Hace algunos años dediqué tiempo, espacio, lágrimas y sangre de Cristo detallar los vericuetos por los que tenemos que pasar todos los mexicanos de pie para conseguir un pasaporte cuando has extraviado todos tus documentos de identificación oficial. Actualmente estoy pasando por un mini infierno personal similar, a causa de los trámites correspondientes a mis documentos migratorios. De acuerdo con el Consulado General de España en México, los ciudadanos mexicanos NO requerían ningún tipo de visado para entrar y permanecer en la Madre Patria por un máximo de 90 días, siempre que el propósito del viaje fuera la realización de actividades no remuneradas (turismo, visita familiar, etc). Pero hoy, el mundo es otro. Los habitantes de nuestra civilización hemos que cambiar nuestros hábitos de convivencia, visita, traslado en términos de PCR´s, controles sanitarios, formularios médicos, resultados negativos y hasta de incidencia de contagios acumulada superior a 150 por 100.000 habitantes. Aún desconozco si lograré tener a tiempo mi permiso/certificado de viaje, toda vez que mi vuelo está programado para el 28 de diciembre. El probable futuro dueño de mis quincenas (ciudadano español) se está encargando de trámites burocráticos y mi seguro médico, mientras yo hago lo propio en encender todas las veladoras necesarias a cualquier tipo de santo o deidades de San Charbel hasta Ganesh. Estoy en manos de mi buena suerte, de la peor aerolínea del mundo, de las autoridades migratorias españolas y de una prominente carrera en el mundo de la aventura sin límite de tiempo.

Desde aquella tarde veraniega en la que recibí invitación por parte de Isabel Cisneros para asistir al Festival Ñ de Literatura en Madrid, mi historia viró a un mar que no ha dejado de arrastrarme hasta sus costas. De nada ha valido resistirme, oponer objeción o tierra de por medio. Hace algún tiempo dejó de aterrarme la incertidumbre de un futuro de cristal, y, como escribí en la última entrada de mi blog personal, es necesario recordar que el año 2021 tiene altas probabilidades de superar exponencialmente la mierda del que transcurre. El viaje que cambió la vida de Salhudin Chamchala ocurrió en 1961, año al que se le podía dar la vuelta y seguía señalando lo mismo. Igualito que 2020. No me queda de otra que volver a lanzarme al abismo porque me niego rotundamente a alimentar el piso azufroso y sus hambrientos gusanos con lágrimas de indecisión. Si algo sale mal, me verán volver una y otra vez, sin duda.

Deséenme buena suerte y camino. Por si las dudas, llevaré bajo el brazo a la sala de abordaje el libro que perteneció a una mujer valiente, poderosa y que me recuerda constantemente que la aventura es de quien la trabaja, de quien la balbucea en el espacio a caída libre. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

Solo entre las nubes, a diez mil metros de altura he encontrado todas las respuestas.

Feliz fin de año.

*Texto publicado en Animal Político el 20 de diciembre de 2020.

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